La responsabilidad de los secretarios e interventores en la corrupción administrativa


En su día hice el curso de posgrado de administración local de la Universidad de Zaragoza-Gobierno de Aragón, destinado a formar a futuros secretarios-interventores de la administración local.

Uno de los profesores, alto preboste del gobierno regional, nos decía que los funcionarios tenían que ser humildes. Humildes y sumisos, y que era preferible no llevar la contraria a los políticos, que son los que realmente mandan en las administraciones locales (y en todas partes). Que en su etapa como secretario solamente en dos ocasiones había formulado la llamada “advertencia de ilegalidad”, que es cuando el secretario, que es el asesor jurídico de la corporación, se cura en salud y advierte a sus superiores que lo que quieren hacer es una ilegalidad manifiesta… Y que en ambos casos lo había pasado muy mal, dando a entender que las corporaciones respectivas –un ayuntamiento y una diputación provincial, parece ser-, le habían puteado hasta la saciedad, como venganza por su actuación.

Pero de un funcionario se espera –y exige- que cumpla con la legalidad, que actúe con imparcialidad, objetiva y subjetiva, al servicio de la ley y el orden constitucionalmente establecido. Que busque el interés general, y no el beneficio de determinadas personas o entidades. En resumen, que sea un verdadero funcionario público, no un comisario político al uso, o un enchufado de un determinado partido político.

¿Y que ha pasado en la práctica? Pues que la mayoría de los miembros de esos cuerpos de funcionarios, secretarios, interventores, etc., han mirado más en su propio beneficio que por el interés general, y cuando han visto ilegalidades, han mirado para otro lado, en lugar de cumplir con sus deberes y responsabilidades.

El propio sistema retributivo ha propiciado y favorecido esta compra de voluntades, en muchos casos a bajo precio, que todo hay que decirlo. La posibilidad de fijar complementos retributivos específicos por las corporaciones locales –en lugar de unas escalas retributivas genéricas, en función de la categoría y la población a la que presta servicios la corporación, por ejemplo-, ha supuesto que al funcionario sumiso se le han mejorado y aumentado sus ingresos, mientras que al díscolo, legalista e “interruptor” de las cacicadas políticas, se le ha pagado lo mínimo de lo mínimo: las retribuciones básicas y punto.

Por no hablar de las exigencias laborales, el control de los horarios, desplazamientos y gastos, la concesión –o no- de permisos graciables, el pago –o no- de cursos de perfeccionamiento o reciclaje profesional, y la espada de Damocles de los expedientes disciplinarios, por cualquier nimiedad.

Doy gracias a Dios por no haber querido ocupar ninguna de las dos secretarias que en su día me fueron ofrecidas. Estoy seguro de que pronto me hubiera enfrentado a las arbitrariedades y ocurrencias de los políticos correspondientes, en defensa de la legalidad. Con ningún apoyo por parte del Gobierno de Aragón, que es quien efectúa los nombramientos, como les sucede al noventa y nueve por ciento de estos profesionales interinos.

Cuestión distinta es la situación de los funcionarios de carrera, con su plaza fija y una cierta estabilidad laboral y profesional. Estos sino actúan con objetividad e imparcialidad, es porque no quieren.

Nadie dijo que ser funcionario fuera fácil. Como establece la Constitución en su art. 103, 1: “La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho”.

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