Mi despacho es mi cabeza


Soy abogado y llevo el despacho en la cabeza, en esa zona que está situada entre los ojos y el pelo, cada día más escaso, que puebla el cráneo. Y no necesito más.

Desgraciadamente, vivimos en la sociedad de las apariencias, de la realidad virtual. No se nos valora por lo que somos o hacemos, sino por lo que aparentamos ser. La gente se fija en los signos que podríamos llamar externos, el coche que llevas, la ropa que utilizas, el despacho que tienes, en lugar de valorar el interior de las personas, las ganas y el interés que pongas en los asuntos, etc. También, por supuesto, tu curriculum académico y profesional.

Tengo un pequeño despacho, en una habitación normal y corriente de mi casa, y allí recibo a mis escasos clientes, normalmente parientes, amigos y conocidos. Es decir, lo peor. Personas que creen que te hacen un favor encomendándote la solución de sus problemas, y a las que siempre les parecerá excesiva cualquier cantidad que les pidas…

Cuando llegan a tu casa, y no les recibe una despampanante secretaria, rubia y de ojos azules, de las que quitan el hipo, ni les tienes una hora cocinándose en el vestíbulo, sino que les atienden directamente, y ven que la habitación en la que estás es pequeña, y encima repleta de libros, tu valoración como abogado desciende rápidamente. Vivimos en la sociedad de la apariencia, y la abogacía es maestra en hacer esperar a los clientes al teléfono, en no ponerse directamente, sino siempre con personas intermediarias, en dar visita para dentro de unos días, en tener horas a los clientes esperando, para que vean lo importante que eres, aunque te estés tocando a dos manos las partes pudendas, etc.

Y, por supuesto, hablar con superioridad, con aires de suficiencia, dándole siempre la razón al cliente, aunque no la tenga, y pensando en el dinero que le vas a sacar…, en lugar de pensar en la justa defensa de sus derechos e intereses legítimos.

Luego, una vez que esté embarcado en un pleito sin presente ni futuro, a pedirle dinero y a vivir que son dos días. (Acabo de perder un cliente al que le desaconsejaba emprender un pleito que no tenía viso alguno de prosperar…, pero ha encontrado una abogada que le ha dicho que lo tenía ganado). Se trata de un asunto relativo a su divorcio, pensión de alimentos y gastos extraordinarios de su hijo, en el que no tiene ninguna razón, pues pretende poco menos que la muerte civil de su hijo, vamos que le dejen en paz, pues ha rehecho su vida y ahora es padre de una niña, que espero no corra la pobre suerte del hijo anterior, ninguneado por su propio progenitor…

Desde aquel tío al que no quise cobrar nada, en atención precisamente al parentesco, y que me “obsequió” con doscientos euros, después de haberle conseguido más de treinta mil por las lesiones sufridas en un accidente de tráfico (tenía que habérselos devuelto, pues es evidente que es más miserable que yo, y los necesita más), hasta la vecina que me molestó a las siete de la mañana pues su marido se estaba muriendo y quería pagar lo menos posible a Hacienda por la herencia correspondiente…, y que tuvo el detalle unos meses después de regalarme un bote de mermelada, que tenía que haberle arrojado directamente a la cara.

Parece evidente que cuanto más atento y servicial eres, peor. La gente te toma por el pito del sereno, y se creen que todos nos hemos criado o vivimos en la misma pocilga.

Por no hablar de los “clientes telefónicos”, que son aquellos que cómodamente sentados en el sillón de su casa, te llaman y usando y abusando de la amistad, de algún amigo común, o de que simplemente te conocen por algo, se pasan media hora preguntándote por sus problemas, con la seguridad de que no vas a cobrarles nada, pues aún no se ha inventado el pago por incordiar telefónicamente, salvo que te pongas un número de tarifación especial, que la verdad es que ganas no me faltan.

O el que te llama para tomar un café, tras años sin saber nada de él, y que el dichoso café se convierte en una encerrona, donde quiere aprovecharse de tus –supuestos- conocimientos, para preguntarte sobre lo divino y lo humano, a bajo costa: un euro y unos céntimos, que es lo que suele costar la consumición, salvo que encima tengas que pagarla tú, pues se escabulle al baño cuando llega la cuenta, que también hay casos.

Por no hablar de las segundas, terceras o cuartas opiniones, es decir los conocidos, amigos y parientes, a quienes otro abogado les lleva un asunto, y como no se fían de él, se supone, te llaman a todas horas para preguntarte tu opinión sobre la actuación profesional del compañero, en ocasiones amigo, y tú te ves entre la espada y la pared, para no mandarles a la mierda.

Y cuando en alguna ocasión das una opinión distinta a la del profesional actuante, tienen la desfachatez de llamarle y decirme que mi primo, que ha sido juez y fiscal, pero que ahora es abogado, me ha dicho que lo que usted hace está mal, o que él lo hubiera hecho de otra forma, en cuyo caso puedes conseguir fácilmente la enemistad o inquina de un compañero con el que te llevabas bien, o incluso eras amigo… ¡La madre que parió a la prima en cuestión!

Todos estos casos que comento son reales, como la vida misma, vividos en primera persona.

En resumen, que al final tienes que acabar comportándote con una cierta mala educación, diciéndole a la gente que si somos amigos somos amigos, pero si quieres ser mi cliente, eso es otra cosa, o que no me toques los cataplines con tus problemas, si hemos quedado para tomar un café y hablar de las generales de la ley, es decir de chorradas.

Y que, desde luego, no voy a ser puta y encima poner la cama, vamos que tendrás que pagarme, que yo no vivo del aire, como algunos deben de suponer, especialmente familiares, amigos y conocidos…

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