Cataluña y España


«Nadie podrá reprocharnos de estrechez ante el problema catalán. En estas columnas antes que en ningún otro sitio, y, fuera de aquí, por los más autorizados de los nuestros, se ha formulado la tesis de España como unidad de destino… Aquí no nos burlamos de la bella lengua catalana ni ofendemos con sospechas de mira mercantil los movimientos sentimentales –equivocados gravísimamente, pero sentimentales- de Cataluña. Lo que sostenemos aquí es que nada de eso puede justificar un nacionalismo, porque la nación no es una entidad física individualizada por sus accidentes orográficos, étnicos o lingüísticos, sino una entidad histórica, diferenciada de las demás en lo universal por una propia unidad de destino.

España es la portadora de la unidad de destino, y no ninguno de los pueblos que la integran. España es, pues, la nación, y no ninguno de los pueblos que la integran. Cuando esos pueblos se reunieron hallaron en lo universal la justificación histórica de su propia existencia. Por eso España, el conjunto, fue la nación.

España es irrevocable. Los españoles podrán decidir acerca de cosas secundarias: pero acerca de la esencia misma de España no tienen nada que decidir. España no es nuestra, como objeto patrimonial; nuestra generación no es dueña absoluta de España; la ha recibido del esfuerzo de generaciones y generaciones anteriores, y ha de entregarla, como depósito sagrado, a las que la sucedan. Si aprovechara este momento de su paso por la continuidad de los siglos para dividir España en pedazos, nuestra generación cometería para con las siguientes el más abusivo fraude, la más alevosa traición que es posible imaginar.

Las naciones no son contratos, rescindibles por la voluntad de quienes los otorgan: son fundaciones, con sustantividad propia, no dependientes de la voluntad de pocos ni muchos.

Cuando la conciencia de la unidad de destino ha penetrado hasta el fondo del alma de una región, ya no hay peligro en darle Estatuto de autonomía. La región andaluza, la región leonesa, pueden gozar de regímenes autónomos, en la seguridad de que ninguna solapada intención se propone aprovechar las ventajas del Estatuto para maquinar contra la integridad de España. Pero entregar Estatutos a regiones minadas de separatismo; multiplicar con los instrumentos del Estatuto las fuerzas operantes contra la unidad de España; dimitir la función estatal de vigilar sin descanso el desarrollo de toda la tendencia a la secesión es, ni más ni menos, un crimen.

Todos los síntomas confirman nuestra tesis. Cataluña autónoma asiste al crecimiento de un separatismo que nadie refrena; el Estado porque se ha inhibido de la vida catalana en las funciones primordiales: la formación espiritual de las generaciones nuevas, el orden público, la administración de justicia…, y la Generalidad, porque esa tendencia separatista, lejos de repugnarle, le resulta sumamente simpática.

Así, el germen destructor de España, de esta unidad de España lograda tan difícilmente, crece a sus anchas. Es como un incendio para cuya voracidad no sólo se ha acumulado combustible, sino que se ha trazado a los bomberos una barrera que les impide intervenir. ¿Qué quedará, en muy pocos años, de lo que fue bella arquitectura de España?

Y la insolencia separatista crece. Y el Gobierno busca fórmulas jurídicas. Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición».

José Antonio Primo de Rivera escribió estas palabras en julio de 1934, hace más de ochenta años. Y la situación sigue igual, por no decir peor. ¿Qué no diría ahora…?

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  1. Adolfro |