La sacralización de las oposiciones


Al igual que el sacerdocio es para siempre, parece que la oposición también integra de por vida en la función pública a quien la supera, y ello con independencia de que sean necesarios –o no- sus servicios, de que el organismo al que haya opositado haya desaparecido o de que sobren trabajadores públicos.

Las cifras no mienten; España tiene más de tres millones de empleados públicos. En realidad estamos más cerca de los cuatro millones, pero la contabilidad creativa hace que no se computen los varios centenares de miles de cargos políticos, contratados por menos de seis meses, falsos becarios, que encubren una prestación laboral, subcontratas que acabarán formando parte de las plantillas, previa sentencia judicial favorable, etc.

¿Y cuántos de estos empleados han accedido por oposición libre, pura y dura? Desconozco el dato, pero no creo que pasen de una cifra que oscilará entre medio y un millón de personas. El resto, es decir, casi todos, han accedido por la gatera, mediante oposiciones restringidas, concursos-oposición, concursos de méritos, contratación laboral directa, contratos temporales posteriormente devenidos firmes, o, simplemente, a dedo.

¿Tiene sentido mantener este modelo de función pública, que chirría y hace aguas por todas partes? ¿No sería preferible laboralizar totalmente las administraciones, evitando la dualidad funcionarios y personal laboral?

Desde hace algún tiempo los nuevos funcionarios ya cotizan a la seguridad social, con lo cual se incrementa el número de afiliados –esperemos que las administraciones paguen las cuotas correspondientes-, y el Estado se quita de encima la carga de pagar posteriormente las jubilaciones, que en un país donde la esperanza de vida cada día es más larga, no es moco de pavo. La laboralización permitiría, además, retribuir en función de la productividad, o fijar salarios distintos, según el nivel de vida de la zona del país donde se presten servicios. Por ejemplo, el cartero de mi pueblo –en el Alto Aragón- vive como un canónigo –de los de antes-, mientras que un empleado de Correos en Madrid o Barcelona escasamente puede subsistir.

En resumen, lo que quiero decir es que no es lógica la situación actual, que lo único que hace es complicar la gestión del personal. O todos funcionarios, como en el régimen franquista, que únicamente estaban excluidos el personal de oficios y subalternos, o todos laborales. Y en el caso de que se opte por el modelo funcionarial, habría que ir pensando en suprimir la inamovilidad en el trabajo, ya que si un funcionario no es necesario, no sé por qué no se le puede despedir, previa indemnización, al igual que sucede en el ámbito laboral. No sólo se puede prescindir, sino que debe hacerse, por el bien de la economía nacional y del interés general.

Hoy en día hay varios millones de trabajadores en Ertes, expedientes de regulación temporal de empleo, la mayoría de los cuales, y por desgracia, posiblemente no podrán volver al trabajo, por desaparición o quiebra de las empresas correspondientes, y acabarán en Eres, expedientes de regulación de empleo, es decir, despidos colectivos. ¡Mientras tanto, ni un solo funcionario ha perdido “derecho” alguno!

Al fin y al cabo, la oposición no es un sacerdocio. E incluso los curas pueden ser cesados de su ministerio…

Publicado en Diario Liberal (14/03/2013), El Correo de España y Alerta Digital (25/08/2020), Elcriterio.es (26/08/2020), El Diestro (27/08/2020) y El Español Digital (28/08/2020)

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