Presunción de culpabilidad


La Constitución consagra como uno de los derechos fundamentales la presunción de inocencia. Presunción que los medios de comunicación social convierten en la práctica en presunción de culpabilidad, cuando se hacen eco de la detención de una determinada persona, y no digamos nada si el juez de instrucción correspondiente decreta su ingreso en prisión provisional…

Ingreso en prisión, sin condena previa alguna, y que obedece, única y exclusivamente, a la petición del fiscal o de la acusación particular, y al mayor o menos deseo de notoriedad del juez –o de la juez- instructor, en ocasiones ávida de publicidad social, o dejándose llevar por prejuicios personales y de sexo, especialmente en los casos de tipo sexual.

Como le decía a una gran juez, amiga mía, a quien “la carrera” por cierto apartó del ejercicio profesional, precisamente por no creerse las nuevas modas de la violencia de género y demás paridas socialistas, “tú, como juez, no eres ni hombre ni mujer, ni heterosexual o lesbiana, eres únicamente juez, y debes comportarte como tal”. Esta señora, como ya digo una excelente persona, cuando comparecía un pobre hombre que no podía pagar la pensión de alimentos, le espetaba en público y a viva voz: “¡pero para irse de putas, seguro que tiene dinero!”…

En resumen, lo que quiero decir es que en España quienes realmente juzgan son los medios de comunicación social, que fabrican inocentes o culpables, con toda alegría e ignorancia, tan propia de la profesión periodística, que escribe de todo lo que no sabe, ya que obviamente es imposible conocer sobre todos los temas que escriben.

¿Qué solución tiene esta situación? La verdad es que es difícil, puesto que restringir la información periodista sobre presuntos hechos delictivos, afectaría a la libertad de información, que es también un derecho fundamental. Y, por otra parte, la lentitud de la maquinaria judicial hace que si solamente se informase de las sentencias condenatorias, en su caso, recibiríamos las noticias con varios años de retraso sobre los hechos que hubieran sucedido, lo que además daría pie a todo tipo de rumores, comentarios, etc., pues donde no hay información hay difamación.

Por no hablar del secreto del sumario, que se viola un día si y otro también. Declarar secretas unas actuaciones únicamente sirve para que se incremente su divulgación. Y sería fácil saber de donde sale la información: la policía interviniente en el asunto, el juzgado instructor o el ministerio fiscal, únicas partes que tienen acceso al procedimiento. No tengo conocimiento de que se haya condenado nunca a un juez o fiscal por “filtrar” información sobre unas actuaciones secretas… ¿Alguien conoce algún caso? Y respecto a policías tampoco tengo constancia alguna, aunque es posible que esté equivocado y lo desconozca, pero nunca en mi década como Juez o Fiscal Sustituto (de 1999 a 2010) vi que se “empitonase” a nadie por “filtrar” a la prensa actuaciones sumariales secretas…, aunque era vox pópuli que había quien lo hacía, previo pago de su importe, o, simplemente, halagando su vanidad, citándole encomiásticamente, etc.

Ello supone una situación de absoluta impunidad, ante el desinterés judicial, y del propio ministerio fiscal, por investigar y sancionar las filtraciones periodísticas, que muchas veces son interesadas, para perjudicar el buen nombre y prestigio personal o profesional del acusado. Por no hablar de la dañina actuación de los gabinetes de prensa de los Tribunales Superiores, esos engendros creados con personal eventual, de confianza, nombrado a dedo, y que son la voz de su amo, pues les va en ello las lentejas, y que ponen el ventilador en marcha cuando se trata de cargarse a alguien incómodo o molesto para el poder judicial o político, constituido y en ejercicio.

¿Y que decir de la “pena de banquillo”, es decir, el interés de la fiscalía o de la acusación particular por llevar a una determinada persona a juicio, sabiendo claramente que la sentencia será absolutoria, pues no hay pruebas que acrediten la realidad de los hechos denunciados?  Se busca esta pena de banquillo con ánimo de desprestigiar a la persona a la que se somete a tan desagradable situación, malversando unos caudales públicos que debieran destinarse a la persecución de auténticos delincuentes, no de personas normales y corrientes, cuyos comportamientos puedan ser equívocos, y en ocasiones ingenuos, pero no delictivos.

Lamentablemente y en muchas ocasiones, como el poder no se equivoca, o hay que hacer ver que nunca falla, se acaba condenando a personas inocentes, para justificar unas prisiones provisionales absolutamente infundadas, o para dar una salida “digna” a la supuesta alarma social generada por unos hechos, previamente aireados mediante las oportunas filtraciones a la prensa amarilla, que lo es casi toda…

O, rizando el rizo, se absuelve por el delito por el que se acusaba, pues era imposible condenar, a la vista de las pruebas testificales  y periciales, pero se condena por otro delito distinto, del que no ha habido posibilidad alguna de defenderse, pues lo que importa es darle un escarmiento al procesado, apelando a la supuesta homogeneidad de los delitos, cuando en derecho penal no se permite este tipo de actuaciones, pues atentan contra el principio de legalidad de las penas. (Esto ya lo estudiábamos en segundo curso de la carrera, pero debido al tiempo transcurrido, hay gente que se le ha olvidado…). Aquí habría que traer a colación la frase que dicen utilizaba el agente judicial en una determinada sección de una audiencia provincial: “Que pase el condenado”.

Se muy bien de lo que hablo, pues yo mismo he sido sometido a esa pena de banquillo. Y es que no todos somos don Felipe González, a quien el  Tribunal Supremo libró de esa pena en una infausta resolución, en la que venía a decir que sentar a alguien en el banquillo le estigmatizaba socialmente de por vida. O más recientemente la Infanta doña Cristina de Borbón y Grecia, Duquesa de Palma, a quien hasta el juez más lerdo hubiera llamado a declarar, al menos como testigo, de no ser quien es. Y es que todavía hay clases, y no todos somos iguales ante la Ley. Hay españoles de primera (la Familia Real), de segunda (los políticos y aforados en general), y de tercera, todos los demás.. Y yo soy de tercera, a mucha honra, y a las pruebas me remito.

Y, por último, la suerte de encontrar un buen Abogado, digno de tal nombre, que además de atenderte jurídicamente te ayude personalmente, psicológicamente, haciéndote sentir acompañado, cuando muchos de los que creías amigos –y evidentemente no lo eran- miran para otro lado cuando te cruzas con ellos por la calle. Yo he tenido la suerte de encontrar en don Enrique Trebolle Lafuente, doña Carmen Cifuentes Cortés y don Mariano Bonías Trebolle, no solo unos magníficos defensores, sino unos excelentes compañeros y amigos, para toda la vida. Como decía mi madre, en la adversidad y el fracaso es cuando se sabe quienes son tus verdaderos amigos.

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