Réquiem por el campo aragonés y español


En el campo aragonés, vivir es llorar. Llorar de pena, de abandono, de soledades de siempre. Estamos olvidados como si fuéramos un charco que hay que eliminar, con el que hay que acabar en la amplia geografía regional.

Para quienes amamos esta hermosa y añorada tierra que nos vio nacer, para quienes nos sentimos en nuestro ambiente, con nuestras gentes, en Aragón, vivir es llorar. Parece como si estorbáramos; la burocracia de los planes de desarrollo, de los polígonos industriales, de las subvenciones y ayudas económicas, de la concentración parcelaria, de los centros escolares, se olvida de nosotros. Es como si el campo no fuera más que un mal sueño en la mente de nuestros gobernantes, como si estuviéramos –todavía – a la búsqueda de nuestra identidad colectiva, de la identificación de la tierra misma que nos vio nacer.

EL CAMPO, CASTIGADO.

En Aragón abunda mucho el sector primario; la mayor parte de nuestros hombres viven de la tierra y de sus productos. También, como no, de la ganadería, que tanta importancia tiene, no ya para la prosperidad, sino meramente para el mantenimiento de nuestras familias. Y, es verdaderamente sorprendente ver como todos –todos- los precios de los productos agrarios están por los suelos. España ha sido siempre un país con vocación industrial, pero sin revolución industrial. Este acoplamiento a estas estructuras neocapitalistas se ha venido haciendo artificialmente, a golpe de decretos, haciendo de la razón fuerza. Hemos cambiado por obligación; muchos hemos tenido que emigrar del campo por necesidad, porque allí no había medios de vida. Nuestros hombres han ido progresivamente, lenta pero constantemente, del campo a la ciudad.

Han crecido grandes mastodontes urbanos como Zaragoza, auténticos peligros para la supervivencia regional, pero el campo se ha ido quedando vacío. Comienza a sonar la hora del “réquiem” para ellos… Ellos, los campesinos, que son precisamente quienes han pagado con su dinero, con los impuestos que sufrían, con su sudor, con la mano de obra que de allí ha emigrado, la industrialización del país. Y ahora, cuando todo se fabrica en serie, y con el mínimo esfuerzo, totalmente mecanizada la producción, vemos que la agricultura está por los suelos. No se valora en lo más mínimo el ser labrador.

Socialmente, los hombres del campo están desprestigiados; no tienen acceso ni a la cultura ni a las formas de vida más avanzadas, ni al ocio, ni a las mínimas comodidades que a casi todos nos depara la vida moderna. Viven sin vivir, sufriendo la historia, pagando el pato como vulgarmente se dice, de la industrialización. Mientras tanto, la España burguesa, de pandereta, la España que sí se ha desarrollado ha sido “precisa y principalmente” gracias al campo, contempla impasiblemente el constante abandono de la tierra.

SÓLO BUENAS PALABRAS.

En nuestra problemática concreta, la que hemos vivido y sufrido en nuestra propia experiencia, en nuestra carne, hay un gran descontento. Los agricultores se quejan, y con razón. Setenta veces siete se han planteado respetuosamente, con tono comedido, por los cauces legalmente establecidos, y sólo por ellos, esta desilusión y frustración, consecuencia de muchas promesas que se han hecho, pero que no se cumplen. No sólo se vive de palabras; nuestro campo hasta ahora sólo ha tenido buenas palabras, pero nada más. El capitalismo industrial no paga lo que debe –por decirlo de alguna manera- a la agricultura, al campo. Ellos son quienes han conseguido que España prosperase, quienes han sudado sangre para pagar los impuestos, para emigrar y trabajar en la ciudad; y, lo único que se nos ha ocurrido hacer ha sido decirles: gracias. Y, cuando ellos debieran de ser los grandes mimados de España, porque lo que ahora es nuestro país a los campesinos lo debemos, y lo seguiremos debiendo en tanto no lo paguemos debidamente, y con los intereses correspondientes.

INJUSTA DESPROPORCIÓN.

Los esfuerzos y preocupaciones del agricultor son muy poco apreciados y reconocidos. Por si esto fuera poco, cada día aumenta escandalosamente la injusta y desigual desproporción entre sus productos y lo que se paga por ellos. Casi podríamos decir que los bienes del sector primario están infravalorados. Ello hace, lógicamente, que irreversiblemente vayan disminuyendo sus recursos económicos. Y, por tanto, sus posibilidades de vida, su seguridad material, la satisfacción de sus necesidades y la estima ajena. También la propia autorrealización vocacional. ¿Es acaso posible trabajar con vocación, duramente, en algo que nadie va a reconocer, que nadie va a apreciar? Mucho me temo que no.

La disminución de los ingresos económicos hace que sobre los campesinos se cierna un hipotético futuro, lleno de privaciones y sufrimientos.

Recientemente los campesinos aragoneses han tenido necesidad, como último recurso, de movilizar sus tractores y sus personas para que fueran atendidas sus reivindicaciones, justas y legítimas, en un sector de siempre tan desatendido de la economía española. Y esta “guerra del maíz” no ha sido más que una llamada de atención. En las mismas condiciones están una larga serie de productos como pueden ser, y tan sólo por la vía del ejemplo, el trigo, la cebada, el aceite, el vino, la almendra…

La agricultura debe equipararse a los sectores secundario, terciario y a lo que ahora se viene en llamar servicios de los servicios. De no ser así, habrá que entonar el “réquiem” por el campo aragonés.

NOTA: Publico este artículo, escrito hace casi 40 años, en homenaje a mis padres, Joaquín y María, desgraciadamente fallecidos, y que tanto se sacrificaron para sacarnos adelante, a mi hermano Joaquín y a mí mismo, en las duras y secas tierras de Laguarres, con un patrimonio escaso, pero bien administrado, y ayudándose con la cría de cerdos y una pequeña explotación de conejos.

Lamentablemente, la situación del campo sigue igual –o peor- que la describí. Por no haber no hay ni un Ministerio de Agricultura; parece que las actividades agrícolas y ganaderas (de las que todos comemos) no tienen importancia…

Muchos agricultores en el pecado llevan la penitencia: han invertido las subvenciones recibidas en los años pasados para la mejora, modernización y competitividad de sus explotaciones, en comprar pisos en las ciudades o cabeceras de comarca, así como buenos coches, rehabilitar sus casas o hacerlas nuevas, etc. Y ahora, que se acaban las ayudas, ven con sorpresa y preocupación que no son competitivos…

Publicado en Aragón Exprés y El País Aragonés (03/04/1976) y El Correo de Madrid y El Diestro (21/07/2019)

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